un pájaro exótico
Miguelito me prometió que iba a ser el golpe más fácil que habíamos dado en la vida. Para que entendáis bien lo que ocurrió, debería contaros quién fue él, a qué nos dedicábamos en los setenta, y por qué iba a ser tan estúpidamente sencillo como aseguraba, una afirmación en la que, como de costumbre, se equivocaba.
Los nacidos en los noventa o en el nuevo siglo —ojalá me parta un rayo, ¡sois jovencísimos!— no entenderéis lo que era pasar hambre. Hambre de verdad, nada que ver con esos gruñiditos estomacales que dan la tabarra media hora antes de almorzar en la oficina, o en el recorrido del instituto a casa. Hambre en su acepción plena. No tener qué llevarse a la boca. Una delgadez extrema, pintas de hombre mono desaseado, y una malla de cervezas adquirida mediante el viejo método de la intimidación.
Así nos trató la primera mitad de los setenta a Miguelito y a mí. Ambos abandonamos nuestros hogares al alcanzar la mayoría de edad. Ambos dejamos de estudiar porque había que hincar el lomo para ganarse unas lentejas. Y ambos nos llevamos más de una zurra por algo que parece tan aceptado hoy en día, con eso que llamáis «redes sociales» —me rio yo—, como es decir simple y llanamente lo que uno piensa.
Miguelito tenía hambre. No solo biológica; eso saltaba a la vista. Era un pobre saco de huesos con greñas, calvas en la barba y ese sempiterno tufillo a alcohol que acompaña a los borrachos crónicos. No. A Miguelito le brillaban los ojos. Cuando uno se ha partido el espinazo en la construcción, cargando sacos de cemento en pleno verano andaluz, conoce esa mirada. Es la de la codicia que tienen los que resisten la rutina porque algo, una vocecilla en la cara B de su consciencia, les chiva que es temporal. Y se lo creen. Y apechugan.
Recorrimos la piel de toro malviviendo como podíamos. La Dictadura se aferraba a los mecanismos del poder con un Franco cada vez más convaleciente. Se respiraba un clima plomizo. Si aún disfrutáis de vez en cuando del aire libre —lo cual, dudo, ya que las pantallitas os tienen abducidos— conoceréis la sensación. Idéntica a la estática que precede a una tormenta de verano. Los viejos fantasmas de la Guerra Civil asomaban en las conversaciones de taberna, y a más de uno le saltaron los dientes por opinar lo que no debía. La banda terrorista vasca había comenzado sus asesinatos. Menudo percal.
Evitábamos Madrid por prudencia. Ascender por la geografía significaba acostumbrarse a los murmullos. Nadie sabía dónde iba a colocarse el siguiente explosivo o quién iba a tener el honor de recibir el próximo balazo en la nuca. Eso nos hizo ser desconfiados. La gente del norte lo es por naturaleza, después de ciertas tribulaciones históricas que no vienen a cuento en este testimonio, y Miguelito y yo lo éramos en la medida que el hambre canibalizaba nuestras entrañas.
Hablábamos poco, nos duchábamos cuando teníamos la ocasión, y trabajábamos en empleos tan diversos como los de zapatero, operario en una fábrica de jabones, peletero o técnico de frigoríficos. Este último fue curioso. Nos dedicamos a ello seis meses, en Burgos, un tiempo durante el cual aprendimos lo básico sobre su reparación, que nos sirvió para aplicar dicho conocimiento a otros electrodomésticos. Miguelito no era una persona mañosa, pero tenía gracia andaluza, la que él denominaba «chispa sureña», que le facilitaba sonreírte a la cara mientras te birlaba la cartera. Así de fácil se lo montaba. Te dejaba limpio como la cocina de un restaurante de lujo y todavía le dabas las gracias por la amabilidad con la que lo había hecho.
Yo le había acompañado en varias ocasiones. Las artes de Miguelito suponían una fuente de ingresos alternativa. En algunas temporadas, más lucrativa incluso que el trabajo formal. Por eso, cuando alcanzamos el extremo norte de la Península y Miguelito me propuso «un gran golpe, quillo, sencillo como pelá una magdalena», ni lo dudé. Debido a nuestro modo de vida nómada, nunca habíamos afrontado las consecuencias de nuestras acciones. Nos silbaban los oídos, eso sí. Supongo que siempre hay una primera vez.
En aquel momento trabajábamos destripando pescado en una conservera en Santoña. Sé que el lugar se hizo tristemente famoso hace unos años por un asesinato. Una desgracia lo del chico. En los setenta esas cosas no ocurrían y, de hacerlo, los de arriba se encargaban de que no trascendiese.
Santoña es una localidad costera de Cantabria. Lo digo por si no habéis estado nunca allí. Las calles huelen a pescado de cinco a siete y al carnaval… Estoy seguro de que esto sí que lo sabéis. Miguelito y yo la elegimos por la privacidad que otorgan los humedales. Casi siete mil hectáreas de fango, aves y vertidos. Un paraíso natural para un par de forajidos andaluces como nosotros.
Miguelito se enteró de la existencia de la fortuna a través de un ligue que conoció en la BB2, una discoteca a la que acudíamos los sábados después del turno de tarde. En la BB2 uno podía tomarse unas copas al ritmo de la música disco, con las estroboscópicas y el ácido llenando los rincones. La chica, una divorciada con peor reputación que nosotros, le habló de uno de los empresarios locales, el antiguo general Jesús Mola, pariente de aquel que falleció en un extraño accidente.
—Quillo, que sí —me dijo, mientras limpiaba de tripas de merluza un cuchillo corto—. Ángeles trabajó allí cuidando al bebé. Lo vio con sus propios ojos y por eso la largaron.
—Pudo ver cualquier cosa.
—Qué desconfiao eres.
—A Ángeles le gusta más el caballo que a mí el salmorejo. Repito: pudo ver cualquier cosa.
Miguelito me dirigió una de esas sonrisas cargadas de «chispa sureña» y volvió al trabajo. Una vez nuestra parte estaba lista, el siguiente equipo descamaba. La producción continuaba hasta enlatar la conserva. Creo que, de cuantos trabajos realicé aquel año, la mezcla de hedor a muerte y desinfectante, la humedad, y las continuas lluvias de Cantabria me empujaron a querer creer a mi socio, y, por ende, a Ángeles, que perdió a sus dos hijos después de que bebiesen gasolina. Cómo se dio la situación, lo ignoro. Santoña estaba —y está— lo suficientemente cerca del País Vasco como para que los accidentes se quedasen en accidentes.
Que la Guardia Civil tuviese otros asuntos que atender con mayor urgencia también ayudó. Miguelito y yo habíamos acordado operar en el norte por ello. La constante amenaza de ETA servía de capa de invisibilidad para los granujillas como nosotros, que, a fin de cuentas, solo queríamos sacar la cabeza del pozo que nos correspondía por nacimiento.
Miguelito y yo compartíamos habitación en una pensión. El domingo siguiente, al restregarme las legañas, le vi desenrollando un plano ajado sobre el escritorio. Situó el cenicero en un vértice, nuestras botellas en otros dos, y el libro que llevaba a todas partes —una edición de bolsillo del Quijote, aunque no sabía leer con soltura— en el restante.
—¿De dónde has sacado eso?
Se volvió hacia mí con ese brillo codicioso en los ojos. El mismo que tan bien conocía.
—De la biblioteca.
Cedió espacio a un silencio tentador que me arrastró a apartar de mala gana la manta y acercarme.
—¿Qué demonios…?
El mapa representaba, en blanco y negro, Santoña y sus aledaños. Nunca se me ha dado bien leerlos y no quiero inventarme datos para embellecer este escrito; lo que sí entendí, sin necesidad de explicaciones, fue que había llegado el momento.
—Por aquí —señaló una línea negra que podía ser una carretera o cualquier otra cosa— circulan los camiones que llevan la madera del aserradero a la empresa de Mola, y por aquí —señaló otra línea que desembocaba en la Carretera Nacional— salen los que llevan los muebles, listos para la venta.
—Ha debido hacerse de oro vendiendo pupitres —apostillé, riendo sin ganas.
Miguelito me dio una palmada en el hombro.
—Quillo, que el palomo vive acá. —Esta vez dio dos golpecitos con la punta de un lapicero sobre un área blanca próxima a «Maderas Mola»—. Ángeles me ha dicho que los viernes duerme en la oficina. Así se asegura que los camiones del lunes salgan sin retraso.
No me costó ver por dónde iba. Me anticipé, adoptando una postura circunspecta y frunciendo el ceño. Un ceño que, por aquel entonces, formaba una peluda gaviota en mi frente granuda.
—No es cierto que guarde los diamantes en el dormitorio.
—¡Eso es lo mejor! ¡Que no lo hace!
Se apresuró a borrar los dos puntitos grises que el lapicero había trasladado al mapa, con una delicadeza que no le era propia. Por experiencia sabía que Miguelito tenía un pulso de serpiente, y la misma paciencia. Si me planteaba el golpe solo podía significar que lo tenía claro.
—Los guarda en el zoo de avestruces —dijo, con la misma inflexión que quien suelta cualquier obviedad, como que el cielo es azul.
La existencia de dicho zoo no me era ajena. Ya no era una cuestión de confiar en el ligue de Miguelito —una ninfómana con tendencias psicopáticas—, sino en la sabiduría popular. En Santoña era tan cierto que el mar sostenía la economía como que Jesús Mola se había traído consigo exóticos souvenirs de sus viajes por África. Diamantes del Congo… y avestruces, aunque nadie, salvo un cuidador afincado en la villa, las había visto.
¿De dónde salían los rumores? Mola favorecía el régimen de Franco. En una de las visitas del Caudillo al municipio, el empresario le obsequió con un huevo ovalado del tamaño de un pavo adulto. Lo más llamativo eran las motas verdes. Nadie podía saber que se trataba de un huevo de avestruz, pero, siendo sinceros, ningún habitante de Santoña había visto jamás un avestruz, por lo que acordaron tácitamente que así zanjaban el asunto. Sencillo. Y a seguir viviendo.
Si Miguelito había orquestado una presentación que incluía el mapa y ciertas dosis de teatro, era porque el Coronel, un sesentón con fama de educado y menos dientes que dedos, había pasado a mejor vida la noche previa. Nunca supe si Miguelito estuvo involucrado o fue la Parca la que decidió darnos un empujoncito con ese humor canalla que la caracteriza.
El caso es que el Coronel, un nido de arrugas que se dedicaba a trabajos menores en la villa de Mola —sin acceso, según los rumores, al zoo— y en la fábrica, se había presentado en la BB2 a eso de las once y media y se había marchado, según transcribió la prensa, a los quince minutos jurando en hebreo. La autopsia reveló un derrame cerebral «y, con casi total seguridad, me atrevería a decir, miniderrames previos», decía el doctor Insua en una nota a pie de página.
Esa misma tarde, Miguelito y yo aplicamos a la vacante. Mola nos hizo llamar el martes. Un tipo de mediana edad, algo mayor que nosotros, con bigotillo a lo alemán y yunques por bíceps, se presentó en la conservera.
—Tú y tú —dijo, seco—. Conmigo.
El patrón no dijo nada cuando colgamos los guantes, nos quitamos la redecilla y dejamos las botas en la taquilla. Se limitó a mirarnos con cara de chihuahua cabreado. E hizo bien.
La fábrica consistía en un edificio de cemento cubierto por un tejado de uralita y una cadena de montaje, circundada por una valla de tablones mohosos. Como veis, la humedad no hacía prisioneros. El tipo del bigote nos condujo en un cochecito de aquel entonces, tomó el desvío que conectaba con la villa de los Mola y, después de un rápido recorrido por la mansión —tres plantas, cuadros, jarrones, una biblioteca en cada habitación…—, nos llevó al despacho, donde Jesús Mola nos esperaba embozado en un traje azul oscuro.
El señor Mola me sorprendió; no para bien. En la fotografía con Franco parecía un hombre alto, de espaldas anchas, arrugas estiradas hacia la nuca y buen humor. En cambio, quien se sentaba delante de un escritorio de ébano era rollizo y menudo como un sapo, con una fea cicatriz rosácea que le hendía la papada, y facciones toscas.
La «chispa sureña» de Miguelito nos granjeó el empleo. Nos dividíamos las labores en turnos alternos entre la fábrica y la villa. Recogíamos el serrín en sacos, manteníamos el jardín libre de alimañas, fregábamos las manchas de aceite que dejaban los camiones, y cumplíamos, sin demasiado ímpetu, con los caprichos y ocurrencias de la señora Mola, una elegante aristócrata descendiente de una familia influyente alemana caída en desgracia tras la Segunda Guerra Mundial. Rondaba los cuarenta y gustaba de quedarse a solas con los empleados.
Esto, por supuesto, sin acercarnos al zoo. La única manera de acceder era a través de los jardines traseros, donde se ubicaban la garita del cuidador y la estructura con forma de invernadero donde, según la señora Mola, cuidaban de los avestruces.
—¿Cómo las alimentan? —pregunté un día a Miguelito mientras desinfectaba las heridas que el rosal me había hecho en el brazo. O que mi ineptitud había provocado que yo me hiciese. La misma que me salvaría la vida.
—¿Me ves con cara de Rodríguez de la Fuente? Pregúntaselo al Pedro.
Se inclinó de hombros, como solía hacer, y se marchó con su nuevo ligue. Ángeles había fallecido de una sobredosis, aunque llevaban semanas sin verse. Yo me quedé solo, bebiendo una birra mientras echaba una ojeada a las lluviosas calles de Santoña, salpicadas de charcos.
Nos llevó medio año encontrar la oportunidad de sortear a Pedro. La idea inicial no era hacernos con los diamantes, sino echar una ojeada valorativa para, en un segundo intento, dar el golpe. Pero la codicia de Miguelito lo precipitó todo.
Pedro cojeaba desde que superó la polio. No hablaba con nadie, y no se le conocía familia. Un martes soleado —uno de los mejores días que recuerdo de aquella empañada época— tropezó mientras daba su rutinario paseo de media mañana. Pedro abandonaba la garita por diez minutos, en los cuales se bebía un café solo, acudía al aseo y fumaba un cigarro. La pierna le falló y se abrió el cogote contra el bordillo del seto, bajo un conejo recortado a partir de un ciprés. Miguelito lo vio.
Se acercó a la carrera, avisó al ama de llaves y, entre ambos, lo cargaron hasta la habitación de invitados. Allí, llamaron a Mola y al doctor Insua.
Una vez acudió el doctor, Miguelito recorrió a pie los dos kilómetros que separaban la villa de la fábrica. Yo estaba espantando con la escoba a una rata grande y gorda como ella sola, de pelaje aceitoso, que había decidido anidar junto al módulo de barnizado. Miguelito se detuvo un par de segundos delante de la puerta de la oficina de Mola, mirándome. A mí no me pasó desapercibida la seña cómplice: tras rascadas en el tabique y una en cada axila. Miguelito y Mola regresaron a la villa en el Dodge del patrón —un cochecito amarillo que meses después se haría terriblemente famoso por el atentado contra Carrero Blanco—, y yo, al verlos alejarse, me despedí del encargado alegando que Miguelito necesitaba mi ayuda para cumplir con las tareas de Pedro ahora que estaba incapacitado. No me lo cuestionó.
Llegué al portón con una película de sudor adherida a mi tronco y la respiración entrecortada, de fumador, a punto de fallarme a mí también. En ese momento no me hubiera costado más que unas explicaciones. «Me asusté y quise ayudar, señor Mola, usted me conoce…». O una defensa por el estilo. Y hubiera sido lo mejor.
Rodeé agazapado el jardín delantero. Empezaba a levantarse el viento sur. Miguelito aguantaba detrás de los setos, a una distancia prudente de la garita.
—Quillo, pa’ la próxima te voy a poner a régimen. Vamos cagando leches.
Me enseñó una llave gruesa, de bronce, que reconocí de inmediato. Pedro la llevaba consigo allá donde iba, colgada de la trabilla del pantalón. Miguelito se la había apropiado antes de dar la voz de alarma.
Esprintamos hasta la puerta del invernadero. Miguelito introdujo la llave. Al principio le costó girarla, y tuve un mal presentimiento, pero me lo reservé. Miguelito no siempre acertaba. Era hábil y elegante, lo cual no le libraba de equivocarse, aunque tenía buena estrella. Si nuestra carrera delictiva se había dilatado unos años fue gracias a nuestra habilidad para poner pies en polvorosa. Tras un par de intentos, la puerta se abrió sin que los goznes se quejasen.
—Cambio de planes —anunció, bajando la voz hasta lo que para un gaditano podría considerarse «un tono confidencial»; es decir, un par de octavas por debajo de lo habitual—. Si vemos esos diamantes, nos metemos un puñado en los pantalones y tiramos lo que podamos con la saca.
Deslizó el pulgar por los labios. Miguelito estaba convencido de que le daba suerte. Después, devolvió la llave al bolsillo y me miró con una especie de ansia sagaz que me recordó a la manera que tenía mi madre de mirarme cuando padre volvía de mal humor y no quería ser ella la primera en recibirle.
—¿Eso lo has ideado sobre la marcha?
—Quillo, si solo el Pedrito tiene acceso a los pájaros, ¿no crees que Mola tomará medidas si la lesión está chunga o si se queda subnormal?
—Te refieres a cambiar los diamantes de ubicación.
No era una pregunta, y Miguelito no se la tomó como tal. Me rodeó la espalda con un brazo —los tenía flacos como varillas de paraguas, pero duros como travesaños de roble— y me empujó con una mezcla de camaradería e impaciencia.
—Anda, tira, tira, que toavía nos van a ver aquí plantaos como espantapájaros.
A diferencia de los invernaderos habituales —no sé en cuántos habéis estado, pero yo, desde aquello, he intentado evitar quedarme encerrado en uno a toda costa; una especie de pánico me invade cuando se da la oportunidad y me tiemblan las piernas, y las manos, y me entran los sudores fríos, y las náuseas…—, el de Mola estaba compartimentado. Dimos a un estrecho vestíbulo de un par de metros cuadrados rodeado de mamparas translúcidas. Un letrero amarillo en la pared rezaba con letras negras: «peligro. no pasar».
—Hay que tenerlos bien puestos. ¿Qué se cree, que es el Área 51?
Si en algo nos entendíamos Miguelito y yo era en cuestión de cine. Cada vez que llegábamos a lo que yo solía denominar «un nuevo hogar», lo primero que hacíamos era identificar tres puntos de interés: el hospital, la iglesia y la sala de proyecciones. En Santoña no fuimos al cine al uso. En una sala junto al Aqua proyectaban películas norteamericanas de marcianos, vaqueros y demonios. Estas últimas son con las que más problemas tenía el régimen. Probar que algo impío puede rivalizar con el Salvador pone en tela de juicio cualquier ideología basada en conceptos como «patria» o «religión».
Miguelito empujó la puerta junto al cartel. Daba a un corredor acristalado, de seis o siete metros. Por los paneles del techo, transparentes, se filtraba un calor que me recordó a los veranos gaditanos, primaveras en comparación con los actuales. Miguelito olfateó como un perro, y yo le imité. Una fragancia acre inundaba la estancia. Me recordó al guano que tapizaba las paredes de un viejo faro donde Miguelito y yo nos escondimos hacía años, en ese añorado sur.
A nuestra derecha había una máquina del tamaño y forma de una tragaperras, con tres huevos moteados como el de la fotografía. Un cable negro la conectaba a un alargador. El resto del cableado abandonaba el invernadero por un agujero en el vidrio. Presupuse que conectaba con un generador eléctrico independiente de la red principal de la villa.
Se produjo un chirrido espantoso, como si alguien rozase dos objetos metálicos. Miguelito y yo nos congelamos. No es la expresión más literaria, pero es precisa. En ningún momento habíamos considerado la posibilidad de encontrarnos con otro sistema de seguridad. Los perros eran innecesarios; los avestruces berrean —según los libros de Historia Natural—. Y un sistema de alarmas acústicas podría haber matado a las aves de un infarto. La lógica dejaba paso a una nueva explicación: el chirrido no se había producido, sino que lo habían producido. Era deliberado. Una advertencia.
—Me da mala espina —murmuré.
—¿Vas a decirme que quieres salir por patas?
—Es probable —contesté.
Decirlo, en cierto modo, me relajó.
—Vete al carajo —espetó Miguelito con un rebuzno—. Hemos limpiado las botas del señor Mola todos estos meses, ¿y para qué?
—El empleo está mejor pagado que destripar pescado. Y, en comparación, es beneficioso para el olfato. —Intenté razonar; todavía estábamos a tiempo de recular, pero sabía bien que era imposible.
—Dejémoslo así. Anda, anda. Te voy a decir una cosa, amiguito. He dejado las llaves del Dodgue listas para salir volando. Tengo estudiadísima la carretera hasta Bilbao. Cuando pasemos Castro Urdiales, lo abandonamos en un apeadero. Será una tarde poco grata abriéndonos camino por esos montes tan empinados, pero, en cuanto pisemos la ciudad y encontremos comprador, podremos decirle adiós a este país.
—¿Se supone que no hay marcha atrás?
—Quillo, esa es la clave del éxito. Nunca la hubo.
Miguelito siempre supo arrastrarme con sus palabras, incluso en las ocasiones en que veía el precipicio ante nuestras narices y él me tomaba de la mano y corríamos en línea recta y sin paracaídas.
Avanzamos por el corredor. El chirrido se repitió, u otro similar, de mayor gravedad. No entraba en la categoría de «berrido», aunque sí en la de «territorial».
—El pájaro tiene mala uva —dijo Miguelito con sorna.
Registrábamos el suelo de tierra en busca de cualquier asomo de algo enterrado. Los diamantes podían estar en un saco, en un cofre…, incluso en una maleta. Mola no parecía una persona creativa. Aunque, cuando se trata de dinero, os sorprendería de lo que, hasta el más lerdo, es capaz.
No hallamos nada, salvo una puerta que daba al recinto de las aves. De nuevo, un cartelito amarillo. «no pasar. peligro mortal. solo personal autorizado».
—A ver si en vez de avestruces va a tener una central nuclear —bromeé.
Miguelito se limitó a empujar la hoja, que giró silenciosa sobre el pernio.
Lo que vimos fue algo que no olvidaré jamás. Miguelito, de haber sobrevivido a aquel día, tampoco lo hubiera hecho.
Sentí un mazazo helado en la base del cuello. Él tuvo que asirse a la puerta para no desplomarse. A escaso medio metro, al otro lado de una jaula de acero construida a medida del recinto, nos encontramos con cuatro criaturas imposibles. Quimeras salidas de la pesadilla de un demente.
Su parecido con los avestruces se limitaba al cuerpo y, en menor medida, a las patas, cubiertas de plumas. La cola era como la de un pavo real. En vez de alas, tenían dos extremidades cortas con tres dedos cada una y uñas curvas de, a ojo de buen cubero mío, medio metro. Nos miraban con curiosidad desde sus pequeñas cabezas —en comparación con la amplitud de las caderas, que parecían bañeras— de reptil, situadas al final de un largo cuello. El ejemplar de mayor tamaño tenía una mata de plumas rojas en el cogote. Como un indio. O como un gallo.
—Me da a mí que a estos avestruces les ha pasado algo —dijo Miguelito—. La mamá tuvo hijos con Godzilla.
—Yo… —Me fallaban las rodillas, lo confieso—. Esto es lo que atesora Mola con tanto cuidado. Dinosaurios.
—¿Dinosaurios? Y un carajo. ¿Has visto alguna vez un mapa de África? Estos son pájaros exóticos de esos. ¡Eh, eh! —Les gritó, sacudiendo los brazos en una postura aguerrida, muy separados del cuerpo, mientras se acercaba a los barrotes. Las criaturas retrocedieron cautelosamente—. ¿Ves? Saben quién manda. Si no, ¿cómo ha podido esconder Mola ahí los diamantes?
Los ojos le echaban chispas. Intenté advertirle de que retrocediese, de que estaba demasiado cerca del vallado, de que, tal vez, Mola los hubiese enterrado antes de meter a los animales o de que, simplemente, existía la posibilidad de que los diamantes no existiesen. No lo hice. Por mucho que me esforzarse, las palabras se negaban a salir. La impresión que me habían causado era tal que mientras Miguelito se las ingeniaba para sortear el obstáculo —no había un acceso aparente al recinto, pero, de alguna manera tendría Pedrito o el propio Mola que alimentar a las fieras—, yo me pegaba más y más a la mampara, como queriendo atravesarla, cosa que, por desgracia, no hice. En mi mente se había instalado el pensamiento de que aquellos animales sufrían por el extremo calor del invernadero y que deberían estar libres.
El de la cresta roja ladeó la cabeza, como las aves. Tenía el ojo de reptil fijo en Miguelito. Comenzó a sisear, apenas despegados los labios, si es que a esos pliegues escamosos podía llamárseles así.
—Tranquilo, pajarito. Sé bueno. Dime dónde ha escondido el viejo…
Miguelito había agarrado los barrotes y los empujaba en busca de una puerta camuflada. El de la cresta roja debió interpretarlo como un ataque. Soltó un berrido gutural, un ruido de cristales haciéndose añicos, y cargó contra mi amigo. Miguelito se quedó —esta vez sí— paralizado. Creo que no sintió nada cuando la mole emplumada golpeó la barrera. No podía derribarla, y a eso le debo poder contaros esto, que es, lo juro por el alma de Miguelito, lo que sucedió.
Las uñas le empalaron como lanzas. Vi tres puntas desgarrarle la camisa a la altura del pulmón, el riñón y el cuello. El eco metálico amortiguó el crujido de los huesos al romperse. Miguelito ni siquiera gimió o balbuceó. Creo que no se enteró de que estaba muerto. Tan solo cruzó la cortina gris y dijo adiós a este país (y a los demás).
El de la cresta roja no le devoró, aunque creo que podía haber sacado la cabeza entre los barrotes. Tiró hacia sí. Un reguero carmesí manó tiñendo la ropa de Miguelito, que cayó desmadejado sobre la tierra seca. Un chorro me salpicó la pernera del pantalón.
Podréis juzgarme de cobarde, pero me hubiera gustado veros allí, con el cadáver de Miguelito aún caliente y la boca contraída en un asomo de «gracia sureña», reventado por dentro, con hilillos de sangre en los labios y en las orejas. Sí, intento decir que me largué. Ni diamantes ni diamantas. Solo podía pensar en ese ojo membranoso e inteligente que, atento a cualquier descuido que pudiera cometer, esperaba para abrirme en canal como a mi amigo. Me arrastré con la espalda pegada a la mampara como un disco por un cristal mojado. En cuanto franqueé el umbral, la criatura retrocedió al encuentro con las demás, que, ahora entiendo, eran hembras. ¿No podía conformarse el señor Mola con un gallinero? ¿De dónde había sacado esos… pájaros exóticos?
Paso a paso, recobré el ímpetu, y mis pisadas, patituertas e indecisas, se convirtieron en un sprint desesperado. Abandoné el invernadero, destrocé el conejo del seto de un placaje, y no me detuve hasta sentarme en el asiento del piloto del Dodge del patrón. Las llaves estaban allí, como había previsto Miguelito. Di el contacto y la chispa despertó al motor. Como reacción instantánea, el señor Mola apareció gesticulando. Bajó los escalones del porche y vino hacia mí.
—¿Se puede saber…? ¡Bastardo! ¡Detente ahora mismo!
Si lo hubiera hecho, intuyo que me hubiera lanzado a la jaula con «los avestruces». Aceleré y abandoné la finca. El viento sur soplaba en ráfagas intermitentes, como la voz de la conciencia, que me atosigaba por mi cobardía.
Cobarde, sí, aunque no estúpido.
Un disparo reventó el retrovisor derecho. Mola me apuntaba con el fusil de cazador desde el parterre delantero. Apreté los dientes y, en cuestión de segundos, estaba tan lejos que ninguna bala hubiera podido alcanzarme. Solo podía conducir a un sitio.
Cuando el sur amaina, arrecian las tormentas. Un inclemente aguajero inundó la carretera. Yo no era un gran conductor; no lo fui nunca. Por aquel entonces ni siquiera tenía carné. Sabía conducir porque uno aprende de adolescente y Miguelito me había aleccionado previendo situaciones como esta. Llegué hasta Castro Urdiales, tomé una salida cualquiera y abandoné el coche. Por seguridad, conservé la llave. Mis escasas posesiones seguían en Santoña. Mi cazadora vaquera —con más remiendos que un grupo musical—, mis discos de Nino Bravo y Los Españoles…
Me lancé a un bosquecillo de abedules que transcurría en paralelo a la carretera. Bilbao estaba al otro lado de aquellas cadenas montañosas. No era la ciudad que conocéis ahora, pero ya era un núcleo importante.
Durante el trayecto tropecé varias veces. La escorrentía me caía por la cara limpiándola de barro. En todo momento tenía la fría sensación de que el ojo de reptil me vigilaba, de que, en cualquier momento, apartaría el ramaje a garrotazos y me desguazaría.
Alcancé Bilbao al anochecer. No sé si deambulé, o simplemente me arrastré como una babosa por el enguijarrado hasta dar con una iglesia. Al segundo aldabonazo, me abrió un sacerdote anciano, de nariz aguileña y pelusilla gris.
—Hijo… —murmuró, titubeante.
Me observó de arriba abajo. Mi camisa era un harapo húmedo. Mis zapatos habían perdido las suelas en una cornisa a medio camino. La imagen de un indigente, sin duda.
—Padre —jadeé entrecortado—, ¿podría usted indicarme dónde se encuentra el hospital más próximo?
El cine podía esperar.
